domingo, 28 de agosto de 2011

todos moriremos igual

Anoche me colé en una fiesta. Con la camisa de fuerza a medio abrochar. Pensando que tenía el don de la invisibilidad. Supervisión de rayos X. Superoído rango 3. Poder mental. Capacidad de paralizar, de congelar. De matar. Me sumergí en la ponchera llena de sangría. Todos enmudecieron y la música cesó. Me comí medio pastel de maría. Ahora podía volar. Las sombras se asustaban. Hacían bien. Estaba decidido a no acabar la noche sin comerme el corazón de alguien para robarle su alma y aumentar los poderes del lado oscuro que aún me faltaban. Individuos borrosos como la nada, almas a la deriva. No era su corazón lo que yo buscaba. Dejé la fiesta, para vagar en la noche estrellada. Un gato gordo se me cruzó. Un ser vivo, con corazón caliente y siete vidas. Lo que yo necesitaba.
Amanecí en la margen izquierda del río. La camisa de fuerza desabrochada llena de manchas de sangre de gato. Abrí los ojos, dos o más esbirros del Doctor Muerte levitaban a mi alrededor. No opuse resistencia. La resaca anulaba mi voluntad y aunque podría haberlos fulminado, me dejé llevar a la Cueva de las Pastillas para recibir mi ración de drogas buenas.

2 comentarios:

  1. El gato era yo. Durante años estuve practicando inútilmente hasta conseguir trasladar mi alma a la de otro ser vivo. Alguna vez, vagamente, creí conseguir ser un roble durante unos segundos, pero esa del gato fue mi primer y último éxito. Con la muerte del animal mi alma sin soporte quedó liberada y dispersa, no conseguí volver al cuerpo mio que acabó pudriéndose sin morir en casa.
    Puedo obligar, con mucho esfuerzo, a una persona, si es lo suficientemente obtusa, a obedecerme durante unos instantes, pero enseguida soy expulsado y vuelta a la nada. De nada sirve vengarme, pobre loco, pero aún así, te rondo para tratar de empeorarte la vida.

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