domingo, 5 de febrero de 2012

Concierto

Wim Mertens está sentado al piano dando la espalda al espectador. Lo vemos inclinado sobre el teclado interpretando uno de sus temas al que, de improviso, acompaña con una voz aguda. Con la irrupción de la voz el espectador se sobresalta, da un respingo, despierta de la modorra en que estaba cayendo durante la larga y bastante monótona introducción. Pero la modorra es persistente y una vez asimilado el cambio vuelve a tirar de la atención del espectador hacia las profundidades calmas del sueño, hacia una zona de la mente en la que la fantasía empieza a dar unos pasitos por una amplia pradera, todavía sin creerse que tenga libertad para correr, para desnudarse, para invitar a otros a aquella fiesta de la libertad. La monotonía sigue desgranándose agradablemente por la voz y los dedos del artista y la fantasía cada vez más segura en aquel duermevela se descalza y corre por el prado sintiendo la frescura mullida de la hierba aplastada. Falta alguien, pero no, por allá al fondo llega corriendo ella, apenas cubierta por un camisón que se recoge sobre los muslos para correr hacia él, pero del que luego se despoja, porque él lo desea así y, de todas maneras, él también está desnudo. Al encontrarse, claro, se abrazan eufóricos y caen, riendo, al suelo con el impulso de ambas carreras. Mientras ruedan, se besan y se acarician allá donde cualquiera de las cuatro manos y labios, estos por parejas, alcanzan un espacio de piel. Ella dice “no nos volveremos a ver”, tras lo cual el espectador abre los ojos, la música se ha detenido súbitamente, unos tímidos aplausos le sacan completamente del sopor, aplaude él también, mientras sonríe a la muchacha que se sienta a su lado.

lunes, 7 de noviembre de 2011

El debate

Todos perdían el tiempo, sentados frente al televisor, con los ojos como platos, discutiendo, defendiendo  que su candidato lo estaba haciendo mejor. Algunos más listos se fueron a verlo al bar de abajo en la pantalla gigante mientras se ponían cieguitos de cerveza con frutos secos. Pero estos acabaron a porrazos.  Nada que no ocurra cualquier domingo en que juegue un Madrid-Barça o un Sevilla-Málaga.
Bueno, algún ojo morado, alguna resaca.
Recuerdo perfectamente que era 7 de noviembre y helaba. Yo, aburrida, salí a la calle a ver si había algún meteorito que se aproximara. La suerte hizo que me echara, de puro vaga, en una farola. Y entonces paraste tú. Qué magnífico coche, qué hombre más educado, qué fajo de billetes y qué rato más interesante. La cosa es que aún hoy, veinte años después, pienso que mi hijo Alfredo Mariano es lo único bueno que salió de aquella obtusa noche.

viernes, 28 de octubre de 2011

Adicto mata a adicta y Riforfo hereda el blog

Tenía que pasar. Si es que tenía que pasar. El creador de estos personajes no fue justo y, claro, provocó el desastre. Digamos que una tal Celeste, adicta ella, mas elegante, lo tenía todo: belleza, inteligencia y un yate. Y los demás, pobres, feos, vulgares y sudamos horrores.
Es que tenía que pasar.
En algún momento de la historia, Sayid, que lo único que tenía era una melena divina, se queda a solas con Celeste y se la carga. O cree que se la carga. Y así va y me echa parte de la culpa a mí. Como si no tuviera yo bastante con ser tuerta, tener una joroba que sale el libro Guinness y todas esas mañanas de resaca de mi vida.
Y a todo esto. A este ya me lo había cargado. Estoy por salirme del cuento y hablar con el autor a ver si deja de tocarme las narices y devuelve a la vida a Celeste y me quita la joroba. O al menos me quita la joroba.
Además, resulta que Sayid se cortó el pelo y ahora es uno más... quizás no sea el que yo maté. A ver si encuentro al autor y le pregunto que estoy confusa... nunca debí dejar las drogas.

Por cierto, nos leen del Tuenti. Esto es mala señal o quizás solo un error.

miércoles, 26 de octubre de 2011

El príncipe y el melón


Hacía una noche de tormenta feroz. El rey y la reina estaban arrebujados en el lecho regio debajo de un montón de mantas de armiño o así. Hablaban sobre su hijita para la que no encontraban un marido adecuado. Ya habían realizado varias convocatorias de postulantes para ello, pero la niña era muy bruta. Cada vez que le presentaban a un príncipe, ella lo saludaba con un recio golpe en la espalda que pretendía ser amistoso y que resultaba generalmente en dislocación del hombro y retirada del candidato. No era un reino muy próspero ni muy extenso así que los príncipes no se peleaban por ocupar el asiento regio junto a la princesa. Pasaban los años y los reyes se hacían mayores y no veían solución para lo de su niña que se iba a quedar de reina solterona con lo mal que eso quedaba para un reino como dios manda.
Estaban en plena discusión sobre cómo resolver este problema cuando oyeron, un terrible golpe en las puertas del palacio que se impuso soberanamente por encima del fragor de la tormenta. El rey atemorizado se bajó de la cama, se calzó las zapatillas y se encaminó a abrir no antes de que la puerta fuera golpeada igual de reciamente dos veces más.
Cuado abrió el gran portón se encontró con un ser descomunal que le miraba humildemente y que le pedía asilo porque el elefante en el que viajaba se le había estropeado. Al rey le pareció raro que este ser, que vagamente se le parecía a un hombre, tuviera un elefante como cabalgadura, pero no se preocupó de eso porque en cuanto lo vio valoró la posibilidad de que fuera el hombre ideal para su hija. Le franqueó la entrada y fue corriendo a avisar a su esposa. La mujer también se ilusionó con la posibilidad, pero, más prudente, decidió que primero le echaría un vistazo antes de dejarse llevar por la alegría inconsecuente.
Atendieron muy bien al muchacho que tenía una conversación animada y le dieron de comer porque el muchacho se encontraba desfallecido después de muchas jornadas de viaje. Tres pollos asados y medio cordero en salsa apenas saciaron su apetito pero como era un muchacho educado procuró no manifestar su insatisfacción. Luego la reina insistió en que se tenía que quedar a dormir en el palacio porque la tormenta no parecía que fuera a concluir esa noche y el muchacho aceptó aliviado porque no le apetecía ponerse a caminar bajo aquella oscuridad salpicada de rayos y relámpagos. Por no mencionar la lluvia y el viento que bailaban como alocados por todo el campo. Mientras los hombres se bebían unas jarras de vino, la reina preparó la cama en la habitación de invitados: sobre una dura tabla de madera puso una finísima tela de la más fina seda y debajo de la tela puso una bola de cañón. Luego cubrió esto con una sábana bajera y puso encima otra sábana a la que cubrió con unas cuantas mantas por si el muchacho pasaba frío. Preparada la cama fue a avisar a su invitado para que se acostase y ella se retiró con el rey a sus aposentos.
Apenas durmieron esa noche. Se la pasaron hablando sobre las posibilidades que tenía este muchacho para ser el ansiado esposo de su hija. Y así, hablando y hablando pasaron una esperanzada noche.
Al día siguiente, en cuanto se levantaron, se plantaron delante de la puerta del invitado para esperar a que este se despertara. En cuanto les oyó, el invitado abrió la puerta y les dio los buenos días. Ellos le preguntaron que por qué había madrugado tanto, si es que no había dormido bien. El muchacho, desolado, tuvo que confesarles que, en efecto, no había dormida nada bien. La causa había sido que la cama le  había parecido demasiado blanda y se hundía en ella, lo que le resultaba algo incómodo para dormir. El estaba acostumbrado a una cama de mármol aunque comprendía perfectamente que estaba como invitado en aquel castillo y no podía ir con esa clase de exigencias a sus anfitriones. Cuando la mujer entró y comprobó que en efecto, la tabla que hacía de colchón estaba deformada y que la bola de cañón se había convertido en una plancha metálica al ser aplastada por el joven,  supo con certeza que era el marido ideal para su hija.

viernes, 14 de octubre de 2011

Numerología, astronomía y coitus interruptus

Estaba yo a punto de tener mi fantasía semanal con Freddie Mercury cuando se me cruzó el maldito Hugo. Eclipsó así sin más mi noche con Freddie. Esa noche estrellada en la playa de la Malagueta en la que tengo siete orgasmos mientras Freddie me susurra al oído palabras que no entiendo pero me estimulan de modo brutal. Cuando la postura lo permite, contemplo las estrellas y me doy cuenta de que la Osa mayor no es una cometa, es una flecha cuya punta me atraviesa. Una noche sin luna, en la que me araño de arena, en la que su amante nos mira, tranquilo, fumando, sin intervenir. Cada semana me parece que se va a levantar y se nos va  acercar y va a participar. Pero no. A ratos ese tipo y yo cruzamos la mirada, nos la mantenemos, nos calculamos, hasta que yo no puedo mas que cerrar los ojos y gemir.
Pues, sí. Una fantasía cojonuda, que me tengo yo cada martes y que el puto Hugo me fastidió.

martes, 11 de octubre de 2011

Hasta la náusea

"¡Venga, vamos!", decía, y la seguían. Ella iba delante y ellos detrás de su su estela de perfume. Prácticamente no hablaban entre sí. Ella decía algo en voz alta y alguno de ellos respondía. Ella volvía a hablar y ahora respondía otro. Nunca dos al mismo tiempo. ¿Cómo sabía cada cual que ella hablaba con él si no le miraba, no le señalaba, no le nombraba? Cada uno lo sabía con certeza y respondía con precisión. Llegaban a un bar. Ella entraba en el baño. Ellos se dirigían a la barra y faltaba uno. Al rato salían los dos del baño. Ella tenía su copa preparada. El pedía lo suyo y lo pagaba aparte. "Bueno vámonos", y la seguían a otro bar. Su maquillaje se fue deteriorando a lo largo de la noche. El brillo de sus ojos se fue enturbiando. Ellos, cada vez más derrotados, más desesperados, pero siempre ansiosos, esperando su turno, ser elegidos por la voz cada vez más apagada de ella.
La mañana los encontró tirados sobre la arena de la playa, revueltos, confusos, dormidos unos, otros buscando, reclamando aún su turno de uso de aquella piel cansada, gastada, aún no saciada, saciándose sin deseo, sin ganas.

viernes, 7 de octubre de 2011

De mayor no seré nada; solo sentiré el viento helado cortando mi cara, despeinando mis cabellos, mientras miro el cielo estrellado. Aunque intuya algún encuentro, algún viaje, no habrá nada. Nada. 
Planeaba escribir, pero no lo haré. Si sucumbo, quemaré cada hoja. En un crematorio que no limpiaré. 
De mayor no volveré al cementerio. A sentarme entre panteones y flores marchitas, y oler el aroma de la naturaleza muerta mientras tomo absenta. Y no seré sepulturero, ni porteador, ni conductor de coches fúnebres. 
No tendré estómago, no comeré. Nunca leeré el diario de aquella mujer. Ni miraré las fotos de juventud de algún desconocido, perdido para siempre. No aprenderé ni haré una canción. No jugaré. Nunca jugaré. No andaré entre trigales, buscando. No distinguiré un limonero de un ciprés. No doleré. No seré memoria, ni harán ruido mis pisadas. No caminaré kilómetros sin sentido, marchándome. Las hojas que caen incansables no me tocarán.
De mayor seré el viento y las estrellas y la nada.