lunes, 15 de agosto de 2011

Marie

Comencé a ser un adicto al porno cuando tenía dieciséis años. Lo que yo no sabía es que, la chica con la que practicaba sexo a esa edad, se iba a convertir, por méritos propios, en la hiperbolización exagerada de esa extraña adicción. Lo que viene a significar que, con el paso del tiempo, todo se iría multiplicando sistemáticamente, sobretodo el sexo.
El primer contacto con el porno fue cuando tenía alrededor de catorce años, no estoy seguro. Descubrí, no con poca suerte, unas cintas de vídeo debajo de la cama de papá. Recuerdo que esperé unos días, hasta quedarme solo en casa, para comprobar el contenido de las mismas. Cuando así lo hice, descubrí de qué manera papá practicaba sexo, no solo con mamá, si no con un diverso y multicoloreado abanico de mujeres a lo largo y ancho de su vida. Me excitaban tanto los vídeos que, recuerdo, fui a sacar copias de las cintas para mi consumo propio. Recuerdo, también, que a partir de entonces, y por razones obvias, la relación con mi papá se fue deteriorando un poco, a pesar de la admiración que en mí se despertó al comprobar cómo hacia papá gritar a las mujeres una y dos y tres veces en menos de diez minutos; cómo las agarraba por la cintura y les pegaba en el culo; cómo había evolucionado en su manera de hacer el amor desde que tuvo unos veintidós años (la cinta más antigua se corresponde con esa edad de papá) hasta los cuarenta y pocos, cuando mamá tenía ya la exclusiva del gran falo deseado de papá.
Creo que, con todo esto, han entendido que mi entrada en el porno fue, a todas luces, traumática, y debería marcarme de por vida, como así ha sido. Lo peor (o lo mejor) estaba aún por llegar. Debido a mis altos niveles de excitación a una edad tan temprana, a los extremos sexuales a los que había llegado de un modo tan abrupto, cada vez necesitaba más hiperbolización de la sexualidad para conseguir excitarme como era debido. Reconozco que cuando empecé a ser un adicto al porno con dieciséis años, había experimentado en mi pene una amplia gama de escenas sexuales de lo más depravador: madres con hijos, padres con hijas, madres con hijas, violaciones (supongo que fingidas), sexo grupal (veinte hombres con una mujer), maridos que ven como se follan a sus mujeres en directo y se masturban con ello, etc. Sumándole, claro está, la inagotable fuente de amantes que papá escondía debajo de la cama.
Con el paso del tiempo esta situación llegó a ser una ventaja. Cuando los chicos de mi clase no aguantaban con una chica ni 5 minutos en la cama, yo podría estar follándomelas horas enteras. Se corrió la voz. En el instituto, las chicas más curiosas acudían a mí como si de un gurú del sexo me tratase. Había quienes pedían relatos pornográficos mientras las penetraba. Quien quería experimentar nuevas experiencias. Quien gustaba de fantasías eróticas (mecánicos, médicos, policías, etc.). Había incluso chicas que hacían competiciones entre ellas para comprobar quién me corría antes. Creo que fue con esa intención con la que se acercó Marie, la mujer que acabaría por destrozar mi vida tal y como yo la conocía muchos años después. Cuando me vi obligado a reconocer mi adicción por el porno.
La cuestión es que, a partir de un primer encuentro furtivo en los cuartos de baño de un cine que estaba de moda en la ciudad (una mamada magistral, si mal no recuerdo), fui dejando de lado a todas las chicas conocidas y por conocer para dedicarme por entero a Marie. Su coño no perdonaba. Yo no sé si realmente la quería o si simplemente era sexo. Le encantaba que le contase escenas porno que había visto o imaginado y me la follase tal y como se follaba en mi imaginación o en los vídeos. Le encantaban las escenas en las que yo era diez hombres y me la follaba diez veces. Follamos en la calle, en su casa, en mi casa, en el coche de papá, en el coche de su madre, en cuartos de baño públicos, en el bosque, en la playa, en grupos de diez personas. Recuerdo que todo cambió cuando ella comenzó la facultad. Me volví realmente posesivo, no era capaz de comprender que ella realmente necesitaba, como yo había necesitado, cientos, quizá miles de encuentros sexuales para determinar cual era su deseo último; digamos, a quien entregar su vida sexual de manera casi definitiva o al menos temporal. La dejé. O me dejó ella a mí. Da igual, nos convertimos en dos completos desconocidos. Y es aquí donde empieza realmente lo duro del puerto de montaña, donde comencé a sufrir de un modo más que notable hasta llegar a la desesperación, la obsesión definitiva. Mi camino y el de Marie se separaron después de pasar un tiempo entrelazados. Yo la fui olvidando poco a poco hasta que su recuerdo fue un latido bajo una gruesa capa de piel, es decir, de tiempo. Y los latidos al final acaban saliendo, o llegando a algún lugar.
Una noche de verano, sin internet, en el apartamento donde suelo pasar los meses de Julio y Agosto, desesperado, buscando en la televisión una dosis de porno que calmase mi sexo sin necesidad de usar la imaginación, descubrí que, Marie, después de estudiar Empresariales o Económicas o no sé qué historia, se hizo actriz porno. Allí estaba. En el televisor. Follando con tres tipos cachas que tenían unas poyas de mil demonios. Gritando como gritaba conmigo. De nuevo, a través de una pantalla de televisión, la realidad tal y como la había conocido se había fracturado a la altura de la tibia y el peroné. Me excité tanto que estuve masturbándome hasta que ya no pude más, hasta que me dolieron los testículos. No sé qué me pasó por la cabeza. El hecho de ver a Marie, mi Marie del instituto, follando como una descosida con tres desconocidos, entregando su culo y su coño y su boca (que tanto había besado y cuidado yo), supuso para mí un vuelco total de pensamientos.
Según me comentó un amigo tiempo atrás, las actrices porno suelen elegir su nombre artístico usando, de un modo dinámico y fácil de pronunciar y de recordar, una combinación del nombre de la calle en la que se criaron y el nombre de su primera mascota. Marie era para el público Blanca de Egas. Este segundo shock traumático fue mucho más duro que el anterior, el de las películas de papá debajo de la cama. Nunca he sido capaz de intentar ponerme en contacto con Marie. Me puse la capucha y estuve a la sombra, descargando vídeos, masturbándome hasta la extenuación delante del ordenador o de la televisión viendo como Marie había decidido explotar su cuerpo, llevándolo hasta extremos que, durante aquella mamada en los cines de moda en la ciudad, nunca hubiese podido imaginar. Con hombres, con mujeres. Marie que había hecho realidad mis relatos porno. Yo que andaba siempre con una mano en el pene pensando en Blanca de Egas. Marie que entendió la vida a partir de ese muchacho que todas las chicas del instituto se querían follar.

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