domingo, 25 de septiembre de 2011

Verde que te quiero verde

Verde que te quiero verde
Verde piso, verde cama
El anónimo venga a pedir
y yo que de buena gana le daba.

Verde caracol mutante
Verde la serpiente enana
Verde sucia y radioactiva mar 
Verde chat y verde paja.
El camello en el portal
Y la patera atestada

Verde la muchacha verde 
que mira por la ventana.
Suave ramera en la rama.


Verde como la color
que tengo por las mañanas.
Verde Selwo, selva verde;
felicidad de campo 
y felicidad urbana.


Verde como la dictadura
Verde como la democracia
Como los muertos de las cunetas
Como la memoria olvidada

Verde como el billete verde
en tu mesilla o debajo de la cama
o dentro de la nevera
que buscas desesperada.

-¿Comadre, qué estás buscando?
-El color de la esmeralda,
que tanto necesitaba.
Con desesperación, con daño.


Yonqui, como el gato pardo,
del verde y de la plata.


-Si otro gallo me cantara,
yo te ayudaría, gitana, 
pero yo ya no soy yo
ni tampoco tengo ganas. 

Verde, sí, verde. Joder verde.
Verde, cómo lo tengo que decir.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Qué hacer con el amor

En la penumbra se sentía más cómoda. Dejaba caer sus ojos sobre los objetos que poblaban el cuarto y que tomaban vida al alargarse en su sombra. La vista de la vida la conmovía. Y de nuevo las lágrimas impidieron el oficio de ver y abrieron la puerta al recuerdo tergiversado. 
En su memoria se había fijado el olor de él, su verbo desgastado, su voz como cantando en el momento del placer. El tacto en una nueva versión dolorosa, deliciosa y cruel. La impaciente y egoísta huella de una muerte. Única y desesperada.
En el ocaso, la música de la avenida se suavizaba, la luz de la sala se tornaba rosada. Por última vez, las lágrimas cayeron lentas por su cara. Eran las condiciones precisas para que el recuerdo dejase de ser siervo de los sentidos y ocupara el lugar correspondiente en el libro de su vida.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Juego en las palabras:más literatura.


Ahora me está tocando a mi hacer las veces de anfitrión, ese papel que tanto te gustaba, ofreciendo y cocinando mientras difícilmente te mantenías en pie; en aquellas noches en las que salíamos a desear el mundo desde una posición privilegiada por la cercanía de dos cuerpos con significado complementario, que bebíamos las estrellas de los vasos mientras nos contemplábamos en la penumbra de aquellos lugares que frecuentábamos, en esos Van Gogh delicados llenos de encanto que sabíamos apreciar en compañía; y todo mientras sonaba aquel ruído de fondo que embriagaba lo más primario de nosotros mismos excitándonos en lo más profundo, haciéndonos cómplices de un baile desmedido entre dos cuerpos, que se asemejaba a la eterna danza de los planetas. Éramos órbitas de galaxias atrayéndose, naturaleza pura e incondicional, primavera, el año, el tiempo, la vida, el sexo. 

Y aunque yo a veces me posara en la pared sosteniendo en las manos el pecado y la cerveza, seguía orbitando a través del universo hacia ti, observándote y aprendiéndote de memoria para así poder recordarte ahora. En estos momentos en que me toca ser tú por un instante, compartir la dicha del que otorga sin miramientos, sin pensar; el que ofrece despiadadamente y se entrega; ahora comprendo lo que querías decir cuando me mirabas como tristemente, y con un suspiro que lleva el viento me decías aquello “te quiero”. Y que yo repetía sistemáticamente, robóticamente, pensadamente, mientras te miraba a los ojos y los guardaba con celo en la memoria. Justo para ahora

Y más me duele
Pensar que te he perdido
Que dejarte yacer
En el olvido.

blablablá. 
Os odio género femenino, sois todas deleznables. Con cariño: un abrazo.

martes, 20 de septiembre de 2011

ni morfina ni olvido ni estupidez

Suspendidos en cualquier modo que nos es ajeno, que no depende de nosotros pero del que nosotros dependemos. Suspendidos en medio del Océano. Por un tiempo indefinido. Bailamos suave sobre las olas sin tocarlas, sin mojarnos. Todo este paisaje como dibujado para nosotros. Agua que no moja, viento que no despeina, tiempo que no envejece. Pero (siempre pero) el reloj debe volver a su sitio y la Gymnopèdie deja de sonar. Habremos de soltarnos las manos y decir las últimas palabras. Habremos de convenir al rito de cada lugar. De sucumbir a cada necesidad. Cambiar tu boca por otras bocas, tu espalda por otras espaldas.
Ya no sabremos más que lo de nuestro propio mar. Yo no sabré más que lo que toca a mi hemisferio, a mi país, mi distrito, mi barrio. Un remolino de ropa sucia y figurillas que desempolvar. Una botella de vodka que nunca es bastante.
Se me hará intolerable y trataré de olvidar. Mas no es fácil olvidar. Conformarse. Claudicar.
Planearé el enésimo absurdo. Conseguiré un buen fajo y vendré al dentista-barbero-cirujano local. "Borra mi memoria. Que no sepa. Que no sepa quién fui". "Déjame vacía, liviana, vacua. Si puedes, déjame inútil, tonta, loca. Dame la solución que les diste a todos: conviérteme en un robot, un robot con fecha de caducidad". "Y si se te va la mano y me matas, en mi bota encontrarás el dinero que siempre guardo para morfina".

domingo, 18 de septiembre de 2011

Las llaves, las mañanas, las adicciones.


Él cuelga sobre una chincheta, yo pendo de un pelo de crin de caballo; debajo ni Damocles ni nadie, solo la nada. 

Y devolverte el caballo de ajedrez, negro, que te dije que era yo, y cabalgarte, con despecho, salvajemente, fríamente, de pié, recostada y que me cabalgues, como lo hace ahora esta droga que me otorga la libertad, más bien el libertinaje, de poder decir que te lo haría furiosamente, a fuego frío con carne caliente, a besos que son una cadencia lenta, como una caricia entrecortada . Y otra vez furibundo salvajismo puesto en manos del deseo otorgándole al destino la posibilidad de ser títeres el uno del otro para un morir pequeño, una “pettite morte” que alivie esta enorme muerte del alma.

Y hacerlo, devolverte el caballo de ajedrez, con las llaves del piso en el que atarte a la cama adentro, con la intención asesina del suicidio de deseo y rencor; hacerlo, y toda la noche devolviéndote el caballo, que era yo,  toda la noche a tirones de la crin, a zarpados de fiera, a mordidas de fauces de lobo herido, a cardenales, a sangre, a sangre y daño y fuego y “pettite morte” otra vez, mon amie, mon cherie. Y si no te niegas; y si no te niegas, devolverte el llavero con las llaves dentro para abrirnos en la noche más oscura del alma humana, más profunda, más abajo, para hundirnos, y no salir hasta el despunte vespertino del alba, después de haber manchado la habitación por fuera y nuestro pecho por dentro, de mancillar y mancillarnos, malbaratar lo vivído, y vívidos restarle importancia con el sabor del importuno sexo. Te lo daría todo con el caballo de ajedrez solo para poder olvidarlo después, o al menos, intentarlo.

Y devolverte el caballo, el dolor, a golpe de saxo, a golpe de Jazz frenético, a golpe de sexo, de sudor, saliva, salvajismo enfermo;  el caballo negro que …

Las noches a veces son fáciles, perdido en las vidas de los demás, rodeado de páginas de otros. Pero las mañanas son crudas siempre, y se hace patente la falta del calor caliente de alguien al lado, del beso en la frente, del “buenos días mi amor”, del abrazo, sin más.

Ahí es cuando das cuenta de la terrible soledad que se cierne, en la que vivimos y nos hacinamos, en la mediocre innecesidad forzada de no amarnos, o la impersonalidad del polvo rápido (No sé a ti amor ahora). Pero a mi me falta algo ( a ti sé que no, amor).

En la angustia del vacío interior, que es el mayor y más profundo de los abismos hacia los que rara vez el alma se asoma por no ser consciente nuestro pensamiento. Ahí me encontrarás, contando las horribles coincidencias que me asedian entre el grito de la mandrágora en Rayuela; de la Divina amante de Dante, de la fecha del libro que me regalaste, de la ciudad del otro, y los nombres y lo que se dice, que no es más que leer en un espejo una vida propia como la sentía yo; o como Harry, desde afuera, desde adentro de las palabras y las sienes, y vos que no me comprendés, y yo que me escondo de vos y de todo el mundo, y jamás digo lo que pienso, por miedo a sentirlo.

 ¿Dónde estás?  ¿Eva? Guía mis pasos que son los de Sinclair.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Mentiras que te cuento antes de irme a la cama


El cuento que me persigue durante el día. Mi día cansado, soleado, agitado, alegre, caliente, angustiado. Mi día de consolar por activa o por pasiva. Mi día que no sabe cómo es hasta que no acaba. Sin identidad, sin certezas, sin valor, sin importancia. Sin rumbo pero con esperanza. Me deshago en cuartos de hora. Piezas desordenadas, recuerdos a destiempo, decisiones equivocadas, prisa y conducción temeraria. Las agujas del reloj, lapsus de tiempo, suspiros, aliento y desaliento. Las canciones que descargo. Los libros que me bajo. Las páginas que leo y releo. 
Cada instante es el día del que no me percato. El instante tierno del abrazo en la puerta del colegio. El instante sórdido en la mirada del vecino del tercero. Todos esos personajes de la novela de mi vida, puestos ahí por un dios imaginario. Gritan, me ceden el paso, me abren las puertas, pagan mi café, me rozan el brazo, me matan la reina, me regalan chocolate, versos, halagos, orgasmos. Como círculos que se solapan para demostrar una teoría en la que yo invento un cuento para embaucarte de nuevo. 

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Cerillas: Al lector-hembra


Yo no sé si recuerdas aquel convento en el que mancillamos las sábanas de nuestro retiro, en el que disfrutamos el momento y sucumbimos al impertérrito paso del tiempo, que se estancaba allí, perezoso. Era un Hotel viejo y apartado que se rodeaba de una naturaleza ubérrima y que bullía de vida; era verdor y campo y agua y cama. Era todo aquello que buscábamos. Yo lo recuerdo bien y con cariño, como a ti.
Ahora de todo aquello solo me quedan algunas fotos tristes en las que ver mi reflejo mientras te veo y me veo en otro tiempo feliz, y por ventura, también una caja de cerillas de la Magdalena, que era así como se llamaba el lugar; con su nevera pequeñita, su puente para llegar, el paseo rodeado de vida y su yacuzzi y piscina, y el turco, que no funcionaba, pero la sauna sí.

Me aferro a esa cajetilla de cerillas todos los días de mi vida desde entonces, y solo cuando pienso en ti de veras, en silencio y conmigo mismo, me atrevo a rasgar un fósforo contra la lija marrón. Cada vez que lo hago: el mismo sentimiento. Espero casi con ansia el fuego furioso, que se enciente con rabia en un instante que puedo descomponer y ver lentamente, apreciando cada llamarada que consume el aire que también yo respiro, y noto como esa llama es la nuestra: rápida y lenta, que necesita consumir la madera y la vida para estar vivo. Y con cada una es lo mismo: espero, con la muerte de la llama y sus cenizas, aquella otra muerte que no llega. Después todo es oler a madera quemada, negra, y a las cenizas que quedan siempre, y yo me aferro y me agarro a ese palo ardiendo como a tu recuerdo que titila y brilla en mi cabeza a ratos, dándome cuenta de que por más que busque solo quedará el humo evanescente rodeándome, acariciándome y nada más.

<<¿Y nada más?>> me pregunto. <<Poco más, solo cerillas consumidas por un fuego que enciende el daño del que me hago único respondable, a mi y a mis pulmones, que te respiraron a pecho lleno, y ahora solo beben aire y humo espeso. Cada cerilla es un recuerdo y un olvido, un viaje a recordar el camino completo a traves de nuestros ojos y la memoria>>.

Amor, que ya solo me quedan cuatro fósforos, muchas noches a solas y un sin fin de cigarrillos que encender. ¿Qué hacer?, si hasta los mecheros después también son tuyos. Mar caótico de encrestadas olas, Sur infinito del que relego, al que me aferro y en el que me hundo cada noche. Mar enfermo, azul, brillante, plácido y guerrero. Ya después de ésto ¿qué océano quieres que surque? Si ante cada oleaje nuevo de un mar desconocido yo me pierdo por buscarte.

Al final: un naufragio en toda regla, cerrillas mojadas y mil recuerdos; de cinco estrellas, en algún convento. 

miércoles, 7 de septiembre de 2011

De adicciones y perdiciones.


El pecho, otra vez el pecho, otra vez te duele el pecho. Alzas los brazos esperando con ansias que sea un tirón. “¿De dónde?” Preguntas. No tienes pecho ya en el que albergar tirones, simplemente te duele, asfixia y aprieta; el pecho, otra vez el pecho, te aprieta como una pata de elefante, como una rueda de camión, como una mujer tumbada; como una mujer te aprieta el pecho, como si tuvieras una mujer en el pecho.  Tu pecho.

Rebuscas entre los cajones, angustiado algún ansiolítico, una cura rápida entre sudores de mañana. Odias las mañanas. Odias los ratos en los que no tienes que hacer nada más que pensar en tus venas manchadas y el sabor, y el olor y el color de aquella droga. Odias esos momentos tranquilos y apacibles en que los pájaros se divierten cantándote para recordarte los días acompañado de tu dosis, los odias y no encuentras en el cajón nada clave: Prozac: dos pastillas, no vale. Diazepam: tres pastillas: a la mierda. “¡Ven ya y llévame contigo!” dices mientras alzas la vista al techo y tragas a duras penas. “Vamos, malditas drogas, maldito pecho”. “Vamos, respira” te dices. “vamos, tranquilo, solo llevas un par de semanas, vamos, vamos”. “ Vamos” repites en vano; vamos hacia el abismo, vamos hacia los latidos hondos de tu pecho, que es el mío en llamas; vamos hacia el río de sudor que corre hacia las profundidades, que empaña la cama, tu espalda, tus venas, tus sienes, que vibran con cada latido. Vamos, vamos hacia la oscuridad de los huecos de la almohada y las sábanas empapadas, hacia los latidos del pecho otra vez, hacia ese pié de elefante que te oprime, hacia esa mujer concentrada en un punto, lugar, hectárea de un pecho vacío.

“No puede ser” te dices. “Esto no puede seguir así, las drogas me están matando”. Recuerdas aquella escena de Trainspoting en la que Renton intenta quitarse; quitarse es duro, quitarse es imposible; los adictos no se quitan, se mueren antes. “No quiero morirme” dices mientras ansías la muerte. Tú no ves bebés en el techo pero tu suelo es ahora un intrincado ajedrez.Quieres matar al inventor del ajedrez. Las pequeñas piezas latentes somos tú, yo y gente; tú y más gente que conoce tus adicciones, que juegan con nosotros: Dios, que hace que te lata el corazón en un pecho oprimido y juega con los peones y las reinas, y el rey, y mata caballos, alfiles, y se ríe de ti desde allí en todo lo alto, con su hijo a la derecha riéndose con él: “Jaque, Padre”. A ellos les da igual ganar o perder, "siempre hay más partidas" dicen convencidos. Pero para ti no, hoy no.

“Vamos, unas pastillas, agua”. Y bebes agua, litros y litros de agua para no deshidratarte. Sientes esa boca seca, esa boca que es señal de desfallecer cercano,  que no quiere saliva ni dar besos, ni ser una boca siquiera, ni comer, ni ser piel, solo gritar: ¡Piedad!; gritar. Sientes. Sientes esas escamas en los labios del que se sabe moribundo. Sientes ese dolor en el pecho, esa angustia que no deja respirar. “¡Un inhalador!” gritas, y nadie escucha, nadie en la noche ¡Cuándo pasó el día! Lo sientes. Sientes, una presencia a tu lado, que no existe, ni está, ni va a estar, y la pata de elefante más aprieta, el culo de jirafa, el vagón de tren, el avión boing, el monolito enorme, en el pecho lo sientes, apretando, doliendo mientras Dios ríe allí en el cielo. Pero Dios no tiene la culpa. “Una pastilla para este mono”, solo una pastilla que te libre de este sudor frío y de los latidos en las sientes, del sonido del latido exangüe, del sentir de los latidos en el cuello, a ratos fuertes, al tiempo muertos. Algo que te arranque la asfixia y apague el incendio de tu pecho, de las llamas candentes que se apagan y encienden para torturarte. “Un algo, una pastilla, un chute, ¡La maldita droga!” Que te deje respirar y yacer, a placer sobre la cama sin el pecho dolido; que te duele, y que sientes como si no fuera tu pecho, como si un dolor tan grande se hubiera adueñado de él, y ya no fuera tuyo sino del dolor.  “Vamos” dices, te levantas y corres a buscar ayuda. “¡Ayúdenme!” gritas en la calle, “¡Ayuda!” pero nadie te escucha. Solo ven, piensas, a un adicto más en la acera, sudado, con dolores, temblando, sin miedo y admitiendo el dolor y que quiere dejarlo, poder dormir, poder comer: existir. “¡Ayuda!” gritas con el hígado, gritas con el páncreas, gritas con el dolor del pecho, con las manos desnudas y con los ojos; gritas con la amarga bilis con la que escribo estas palabras:

     "En el pecho tengo a una mujer, ardiendo en llamas".

lunes, 5 de septiembre de 2011

La borrachera del mar


El enfermero mayor le dijo a más joven que fuese él a hablar con la hermana y la mujer, que acababan de llegar asustadas. El joven dijo que no estaba muy por la labor. El veterano le convenció de que tarde o temprano le iba a tocar.
-Señoras, ¿son ustedes las familiares de Luc?
-¿Qué ha pasado?
-Hemos venido en seguida…
-¿Está bien?
Abrió la boca para decírselo. Frente a él tenía a dos mujeres guapas, que a pesar de haber ido al hospital corriendo desde el trabajo estaban perfectamente vestidas y peinadas.  La rubia, que debía ser la hermana, tenía pinta de tener una sonrisa preciosa, mientras que la morena, la esposa, se daba un aire a esas actrices de las que tenía fotos en su apartamento en traje de baño en Saint Tropez. Pasaron unos segundos interminables hasta que consiguió que le saliera la voz.
Su mejor amigo le había dicho que no bajara otra vez, que tenía que pasar mínimo un día. Como campeón nacional de pesca submarina todo aquello le tenía que sonar de algo, ¿o no?. Pero él, cabezota, se había reído y le había dicho que siempre se exageraba todo para los aficionados. Le convenció y bajaron. ¿Cómo iban a desaprovechar la ocasión de ir a un sitio nuevo? ¡Venga! ¡Que dentro de dos días nos volvemos a Francia a trabajar! ¡Para despedirnos de las vacaciones! Sabes que sin ti no puedo ir, que seríamos un número impar y todo eso.
Cuando el otro grupo de submarinistas les vio aparecer en el Tiburón de Luc se asombraron un poco, pero no dijeron nada. Se sumergieron y les guiaron hasta unas rocas que para ellos habían sido desconocidas hasta la fecha. Luc no se lo podía creer. Los peces eran preciosos. Parecía que danzaran a su alrededor. Quería meter los dedos desnudos por todos los recovecos de aquella roca. Estaba tan suave como la piel de su pequeñita. Se sentía como si flotara en líquido amniótico: el cuerpo a la temperatura ideal, y él ahí, en medio de la nada, flotando. Nunca había estado tan feliz como ese día, a 50 metros de profundidad, viendo cómo un mar de burbujas le rodeaba mientras Marc y el resto se alejaban rápidamente. Tenía ganas de gritar, de decirles que se dieran la vuelta, darles las gracias, abrazar a su mejor amigo y pedirles que compartieran con él el momento.  Así que se quitó  de la boca eso que tanto le estorbaba justo en el preciso instante en que Marc notaba su ausencia y se giraba alarmado.
Las dos mujeres lloraban desconsoladas. La morena no hacía más que repetir que qué iba a hacer sola en Francia con su pequeña. La rubia que cómo se lo contaban a su madre. Lloraban hasta que se quedaban sin aire y volvían a empezar. El enfermero las dejó sentadas en un banco para esperar a que fuesen capaces de calmarse y hacer el papeleo pertinente. Se acercó a su compañero.
-¿Y bien?
-Estoy fatal. Ha sido muy duro. Supongo que algún día me acostumbraré.
-Siempre será un poco duro. Pero bueno, he hablado con François, el anestesista. Me ha dicho que ya ha acabado el turno y que nos pasemos por su planta porque le queda un poco de oxígeno. Verás como te sientes mejor después de un chutecillo, chaval.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Totalmente adicto


Mientras el cáncer acaba conmigo yo me voy guardando los recuerdos difusos de una noche llena de excesos importantes, de vacíos abruptos y terribles soledades en compañía; de huecos en el techo, campanas de misa al despertar y de 10.000 días de truenos, tos y sudor.
Al despertar comenzaron a surgir las breves remembranzas de aquella manera tan clásica en la que poco a poco se descubren, tirando del pequeño hilo de los sueños, los sucesos que tuvieron lugar. Asido el endeble hilo, con verdadera fidelidad, fui encontrando en qué deseos gasté mas o menos tiempo aquella noche. Gracias Ariadna.
Cuando me paro a pensarlo, acto imposible, solo recuerdo imágenes entre una bruma extrañamente placentera y acogedora: una mesa grande, un cuarto grande, una cama enorme: un deseo ardiente, un calor sofocante, una luz titilante. Las cervezas y cervezas en la mesa grande, la escapada al tejado privado; la burla a la terrible muerte bajo los efectos anestésicos del ibuprofeno, el stopcold y lo medicinal de todo en aquella noche. Veo la imagen al despertar del cuchillo enorme sobre la pequeña lata de cerveza, y cercano a este singular par, tras la odisea, el “Macedonian Halva” (aunque originalmente venía en caracteres griegos), que viene a ser un pastel aceitoso pero seco, hecho de almendras y quién sabe qué más, típico de aquel país donde nació mi Hiperión.
Recuerdo al polaco de las JMJ con el cuchillo cortándolo después de un litro de cerveza y otro de tinto de verano, eso “ que en mai país nou exist...existe?” “Bueno, allí no, porque aquí tenemos ingredientes mágicos que hacen que esté mucho mejor cuando lo hacemos, pero puedes intentar en polakia mezclar vino y ‘fanta ‘ de limón, y si le echas hielo, puede que se acerque al de aquí”. Y el tío que no se entera y asiente con la cabeza, y la niebla engulléndonos. Y el Papa en Roma, por lo menos.
Ahora recuerdo los vasos en el suelo y las bebidas sobre el cuerpo, el olor; así como el aroma dulce, el sabor amargo, la boca seca, el deseo infame, el sentimiento extraño, la risa tonta, la tos nerviosa; todo eso recuerdo. La lámpara de lava que se apaga y más bien apaga ella.  “uy qué pena” dice, y nos reímos, y qué más da. “abrázame” y la cama en el centro, nosotros en medio, y todo por mitad; el cuarto patas arriba, y yo sin cartera ni calcetines. “Yo duermo sin pantalones ( es la terrible verdad)”  le digo. “anda que también, con vaqueros  largos, quítatelos”. Luego “que esto no puede ser” y otra vez la risa floja; y las vueltas y medias vueltas, y el pelo en la almohada.  “entiendo el pelo largo” le digo nuevamente. O el olor a vainilla, que ya me ocupé yo de negar rotundamente que solo fuera eso: las mujeres no entienden de perfumes de mujeres, de recuerdos de hombres, ni sábanas limpias.
También me sueno yo, a mí mismo haciendo té, moribundo al borde del abismo mientras caliento algo de comida para algunos, alguien, algunas, quizá era yo, en la madrugada fría. Recuerdo la noche en el viento; bajar a los infiernos de la calle y recoger a un ángel redentor, comprensivo y fiel; a unos ojos tristes y bellos, a un semblante triste y lindo, a un corazón alegre y precioso como un diamante, y que no fuera Beatrice; recuerdo hablar con ella después, y que ambos llevásemos razón. No recuerdo muy bien el camino de vuelta; pero sé que lo hice dos veces o quizá tres. La segunda vez que descendiera ( chúpate esa Dante, dos) recogí a dos pobres caídos que se aman o son amantes. Yo ya no sé muy bien qué y ahí no me meto pero los invité a pasar porque el cielo de mi hogar es público y aún nos quedaba cerveza.
De lo que también me acuerdo es de las manos pequeñas, los pies pequeños, y aquellos pequeños cascabeles en el tobillo que llevaba. Y de mi mano. Del libro de Fante sobre el portátil, de las luces que se apagan, de la bruma del olvido; de la oscuridad que se cernía y de la piel en los labios. De Rossetta stoned de Tool por 8:13. “Cuando me diagnostiquen tuberculosis serás de las primeras en enterarte” digo mientras me acaricia la espalda, ahí justo, donde ella guarda con celo la tinta de un tatuaje. El piercing reabierto que se me cae, yo, que lo tiro todo al suelo; ella que se ríe, yo que toso; solo un breve nosotros: un pequeño chute: me basta. ”Abrázame” y  mis sentidos escuchando bésame suave. De como apretaba mi mano. Tacto cálido, sabor dulce, vista nublada, olor dulce, oído: “abrésame”, “abrásame”, “abrázame”.
Y es una pena, pero lo siguiente es lo que mejor recuerdo:
Comenzaré por deciros que recordar lo que se siente es apto para pocos, hablo claro, de lo que realmente se siente; más os vale enterrarlo hondo y no ir al psicólogo. Si he de recomendaros algo, el manicomio directo es mi mejor opción. Para los enfermos de amor, para los adictos al amor, no hay salvación. Corred mientras podáis, mientras aún tengáis fuerzas y el maldito sentimiento no os haya cercenado las piernas así como la voluntad. Después no hay marcha atrás.
Ser impersonal con ella me pareció pueril, así que no lo fui: abrasar de amor es mucho más doloroso y placentero que de deseo, y aunque sé desear, deseaba quemarnos con el fuego del amor. Y caí en la cuenta; donde antes encontraba, más bien, creía encontrar una caricia mía en la costumbre, tras tanto, descubrí que lo hacía por adicción. Lo que antes viera como trivialidad cansina con otras mujeres, la descubrí como terrible necesidad: acariciar el cabello de una mujer. Ya, y desde hace tiempo aunque no lo supiera, no podía decir “hola y adiós” y mi única opción esta vez fue la de verla como si fuera otra, muchas otras, el amor entero, enteramente, una mujer. Pero no una cualquiera o una en concreto, sino como el objeto al que se proyecta tan hondo sentimiento. Daba igual que fuera un momento, una hora, un abrazo, un gesto, el beso en el cuello, una noche o no sé qué más. Justo en ese momento había recaído y había llegado a ser consciente. Ayunar, esperar, estudiar, esas eran mis premisas; desear, amar por un segundo la imagen de lo bello, esas realmente lo eran. No entiendo el sexo vacío, las cabezas vacías, o los corazones vacíos. Yo tuve que rodearla con mis brazos y empujarla contra mi pecho y demostrarle que en ese momento le otorgaba poder sobre mi.
Pobres adictos, no a la posesión sino al querer ser poseídos. ¿Qué destino nos depara el impersonal futuro perdido en la mar de tiempo infinito? ¿Nos esperarán las estrellas para que podamos observar la belleza de su estallido cuando yazcan moribundas? Solo para nuestra terrible droga que es el amor la eternidad carece de valor alguno: siempre existe. Y he aquí lo incomprensible; lo que me mata cada noche, aquello que me hace despertar cada mañana, el impulso suicida: jamás llegaremos a puerto como adictos al amor; nuestro destino es el camino y la recompensa la búsqueda; nuestra esperanza lo terriblemente fugaz de cada regalo otorgado, recibido; nuestro fin es aquello pasajero, perecedero, pues no somos más que pasajeros, caminantes, vidandantes, y poco más. Que “Itaca no es mas que el descanso, no el final del camino ni nuestro destino”.
La infelicidad, vacuidad que se cierne sobre aquellos que desperdician el placer de la caricia, el sabor amargo y dulce de un beso furtivo es estúpida y carece de sentido. Llenar el vacío interior de un amor vacío detrás de otro y otro, vacíos, probablemente sea la peor idea después de la bomba H: ambas no hacen más que aniquilar personas, hacer que se pierdan por senderos intransitables que no llegan a ninguna parte (como el camino), pero que al contrario que éste, carecen de belleza alguna para ser recordada. El mayor honor, el más profundo sentimiento que nos ha regalado nuestro demiurgo cae en el olvido cada vez que una de estas personas ningunea al amor en la persona hacia la que lo proyectamos. No hay varios niveles en los que se ame;  solo uno: en el del amor; donde la entrega, para los que somos adictos ha de ser total y sin premisas.  “[...] es que...” “si quieres te pongo una rueda de hamster gigante” le digo, y ríe. “oye, no es mala idea, o me pongo a dar vueltas ahí” dice mientras señala una viga. “Dudo que te funcione”. Tosí como enfermo, la abracé como amante, como quería ella; la amé, sólo como las adictas querrían ser amadas, pero eso ella no lo sabe, y finalmente dormimos.
El resto es un despertar en compañía, una sábana revuelta, unas piernas revueltas, un cálido abrazo y una fugaz despedida; un mensaje al móvil y de vuelta al cuarto nuevo que aún me parece desconocido. Con las latas vacías, los cigarrillos muertos, medio fumados, acabados; las cenizas, los vasos, la solería, que es un ajedrez complicado, esa cuchara en el suelo que no pienso recoger y yo tumbándome en la cama otra vez, hundiendo la cara en la almohada y respirando profundamente los restos de mi última dosis. 

sábado, 3 de septiembre de 2011

el medio de mi felicidad


Siempre te ando esperando. Entre los rostros borrosos de mi vida, siempre te ando buscando. Cuando leo un relato de Arreola, creo verte entre los cadáveres de las hormigas. Eres la razón y el motivo. El medio de mi felicidad. Y si un día encuentro alguien, siempre lo eclipsas y desaparece en la niebla de los que nunca existieron. 
Por ti, amor, no duermo. Por ti, amor, no como. O como, por ti. Vivo en la oscuridad. En penumbras. En el calor de tus palabras. Por ti, pierdo miles de partidas de ajedrez. Por ti, no vivo aquí, ni vivo ahora. Por ti, mi vida, me abandono, me toco. Me paso el día flotando. Por ti, estoy mejor en la cama soñando que despierta esperando.