sábado, 27 de agosto de 2011

Bribón de Roble

Hace cinco años que murió Bribón de Roble. No sé porqué escribo ahora; se me escapa al entendimiento el porqué no escribí acerca de él un año después, o seis; no entiendo la razón del quinto año. El mundo ha cambiado mucho desde entonces, más de lo que hubiese creído aquellos días de agosto en los que recorrí los últimos pasos de Bribón varias veces cada día hasta que volví a casa, después del verano. Recuerdo algunos detalles, ahora desaparecidos, que me hicieron pensar que todo estaba preparado. Que en aquella noche, en aquella curva y sobre aquella piedra estaba escrito el destino de mi amigo desde el mismo momento de su nacimiento.

Durante aquel verano el guión fue el habitual. Por la mañana dormíamos hasta tarde. Después de comer, íbamos a la playa. Nos gustaba hablar de fútbol, de videojuegos y de chicas, sobre todo de chicas. Como todos los años, había rostros nuevos y rostros conocidos: nosotros íbamos siempre a los nuevos que, por decirlo así, tenían mayor capacidad de sorpresa frente a las pocas, pero notables, maneras de gastar el tiempo en La Cala del Moral. Por la noche acudíamos al paseo marítimo en grupos de diez o quince y andábamos de allá a acá con pipas, chuches, cerveza en las manos. Hablábamos, comíamos, corríamos. Desaparecíamos enlos jardines de la urbanización. Santo Varón siempre tenía algún plan y una chica. Hacía una muesca en un algarrobo viejo cada vez que se llevaba una chica allí. Pero no quiero desviarme. Tengo que decir que Bribón vino ya con el corazón roto. Se lo intentamos recomponder, pero no hubo nada que hacer.

El único que iba a la playa por las mañanas era él. Solo, bajo el sol, tumbado en la orilla apoyado en los codos miraba el fondo del mar como si la respuesta a sus preguntas se hallaran allí. Si por las tardes paseaba por la orilla con cualquiera de nosotros, por la mañana se daba largos baños más allá del espigón, haciéndose el muerto. Creyéndose el muerto. También solía visitar a los niños cazadores de cangrejos, en el espigón. Les preguntaba y reía mucho con ellos, con su inocencia. Se agachaba y, según nos contó Montse Claramunt, ayudaba a los niños a cazar nécoras si estaba de humor. Una de las últimas actualizaciones de su blog, era un cuento dedicado a una niña del espigón que acababa con un suicidio. Con el tiempo he sabido que ese relato era una mala copia de otro cuento de Salinger. Digamos que en la playa encontraba algún tipo de cura inexplicable a su latente melancolía.

La cuestión es que a mitad del verano conoció una chica con la que llegó a ilusionarse. "Estoy contento", solía decir, "me encuentro muy agusto cuando estoy con ella y llego a olvidar, por momentos, todo lo que ha pasado este año". Hasta que un mediodía su moto derrapó en una curva y se salió de la carretera. Su cabeza chocó contra una piedra del suelo y, según nos contaron, se rompió como se rompe una sandía cuando cae al suelo. Allí lo encontraron, acto seguido, tumbado bajo un árbol, desdibujado, roto. Ahora, cada vez que paso por delante de la piedra, delante del árbol y en aquella curva, pienso en Bribón de Roble. No se suicidó como en su relato con la niña del espigón. Pero aquella piedra hizo de Teseo, y no tuvo la necesidad de levantarse del polvo.

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