domingo, 5 de febrero de 2012

Concierto

Wim Mertens está sentado al piano dando la espalda al espectador. Lo vemos inclinado sobre el teclado interpretando uno de sus temas al que, de improviso, acompaña con una voz aguda. Con la irrupción de la voz el espectador se sobresalta, da un respingo, despierta de la modorra en que estaba cayendo durante la larga y bastante monótona introducción. Pero la modorra es persistente y una vez asimilado el cambio vuelve a tirar de la atención del espectador hacia las profundidades calmas del sueño, hacia una zona de la mente en la que la fantasía empieza a dar unos pasitos por una amplia pradera, todavía sin creerse que tenga libertad para correr, para desnudarse, para invitar a otros a aquella fiesta de la libertad. La monotonía sigue desgranándose agradablemente por la voz y los dedos del artista y la fantasía cada vez más segura en aquel duermevela se descalza y corre por el prado sintiendo la frescura mullida de la hierba aplastada. Falta alguien, pero no, por allá al fondo llega corriendo ella, apenas cubierta por un camisón que se recoge sobre los muslos para correr hacia él, pero del que luego se despoja, porque él lo desea así y, de todas maneras, él también está desnudo. Al encontrarse, claro, se abrazan eufóricos y caen, riendo, al suelo con el impulso de ambas carreras. Mientras ruedan, se besan y se acarician allá donde cualquiera de las cuatro manos y labios, estos por parejas, alcanzan un espacio de piel. Ella dice “no nos volveremos a ver”, tras lo cual el espectador abre los ojos, la música se ha detenido súbitamente, unos tímidos aplausos le sacan completamente del sopor, aplaude él también, mientras sonríe a la muchacha que se sienta a su lado.