lunes, 5 de septiembre de 2011

La borrachera del mar


El enfermero mayor le dijo a más joven que fuese él a hablar con la hermana y la mujer, que acababan de llegar asustadas. El joven dijo que no estaba muy por la labor. El veterano le convenció de que tarde o temprano le iba a tocar.
-Señoras, ¿son ustedes las familiares de Luc?
-¿Qué ha pasado?
-Hemos venido en seguida…
-¿Está bien?
Abrió la boca para decírselo. Frente a él tenía a dos mujeres guapas, que a pesar de haber ido al hospital corriendo desde el trabajo estaban perfectamente vestidas y peinadas.  La rubia, que debía ser la hermana, tenía pinta de tener una sonrisa preciosa, mientras que la morena, la esposa, se daba un aire a esas actrices de las que tenía fotos en su apartamento en traje de baño en Saint Tropez. Pasaron unos segundos interminables hasta que consiguió que le saliera la voz.
Su mejor amigo le había dicho que no bajara otra vez, que tenía que pasar mínimo un día. Como campeón nacional de pesca submarina todo aquello le tenía que sonar de algo, ¿o no?. Pero él, cabezota, se había reído y le había dicho que siempre se exageraba todo para los aficionados. Le convenció y bajaron. ¿Cómo iban a desaprovechar la ocasión de ir a un sitio nuevo? ¡Venga! ¡Que dentro de dos días nos volvemos a Francia a trabajar! ¡Para despedirnos de las vacaciones! Sabes que sin ti no puedo ir, que seríamos un número impar y todo eso.
Cuando el otro grupo de submarinistas les vio aparecer en el Tiburón de Luc se asombraron un poco, pero no dijeron nada. Se sumergieron y les guiaron hasta unas rocas que para ellos habían sido desconocidas hasta la fecha. Luc no se lo podía creer. Los peces eran preciosos. Parecía que danzaran a su alrededor. Quería meter los dedos desnudos por todos los recovecos de aquella roca. Estaba tan suave como la piel de su pequeñita. Se sentía como si flotara en líquido amniótico: el cuerpo a la temperatura ideal, y él ahí, en medio de la nada, flotando. Nunca había estado tan feliz como ese día, a 50 metros de profundidad, viendo cómo un mar de burbujas le rodeaba mientras Marc y el resto se alejaban rápidamente. Tenía ganas de gritar, de decirles que se dieran la vuelta, darles las gracias, abrazar a su mejor amigo y pedirles que compartieran con él el momento.  Así que se quitó  de la boca eso que tanto le estorbaba justo en el preciso instante en que Marc notaba su ausencia y se giraba alarmado.
Las dos mujeres lloraban desconsoladas. La morena no hacía más que repetir que qué iba a hacer sola en Francia con su pequeña. La rubia que cómo se lo contaban a su madre. Lloraban hasta que se quedaban sin aire y volvían a empezar. El enfermero las dejó sentadas en un banco para esperar a que fuesen capaces de calmarse y hacer el papeleo pertinente. Se acercó a su compañero.
-¿Y bien?
-Estoy fatal. Ha sido muy duro. Supongo que algún día me acostumbraré.
-Siempre será un poco duro. Pero bueno, he hablado con François, el anestesista. Me ha dicho que ya ha acabado el turno y que nos pasemos por su planta porque le queda un poco de oxígeno. Verás como te sientes mejor después de un chutecillo, chaval.

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