Todos perdían el tiempo, sentados frente al televisor, con los ojos como platos, discutiendo, defendiendo que su candidato lo estaba haciendo mejor. Algunos más listos se fueron a verlo al bar de abajo en la pantalla gigante mientras se ponían cieguitos de cerveza con frutos secos. Pero estos acabaron a porrazos. Nada que no ocurra cualquier domingo en que juegue un Madrid-Barça o un Sevilla-Málaga.
Bueno, algún ojo morado, alguna resaca.
Recuerdo perfectamente que era 7 de noviembre y helaba. Yo, aburrida, salí a la calle a ver si había algún meteorito que se aproximara. La suerte hizo que me echara, de puro vaga, en una farola. Y entonces paraste tú. Qué magnífico coche, qué hombre más educado, qué fajo de billetes y qué rato más interesante. La cosa es que aún hoy, veinte años después, pienso que mi hijo Alfredo Mariano es lo único bueno que salió de aquella obtusa noche.